Confucio Pérez se sentó sobre su silla favorita y acercó la mesa con
patitas de ruedas sobre la que estaba colocado su pequeño telescopio. Hoy le
tocaba inspeccionar las lunas de Júpiter, el quinto planeta del sistema solar y
al que debía su nombre el perro que bostezaba a sus pies. Confucio era un
hombre metódico y solitario que llevaba sus anotaciones en una gruesa libreta
de hojas rayadas y tapas duras. Que justo ese jueves le tocaran las lunas de
Júpiter lo ponía de excelente humor: era una noche igual de despejada que
aquella en la que había comenzado con las observaciones; y aquel planeta, su
predilecto. Tenía fundamentos para esto último como para todo lo que hacía en
su vida, desayunar con frutas, pasear media hora todas las mañanas, evadir los periódicos,
en fin, Confucio era el individuo más metódico que yo conociera.
Esta noche, la superficie de una de las lunas le deparó una gratísima
sorpresa, veía reptiles en las sombras y ogros en las luces. La luna estaba
especialmente creativa, y Confucio tomó esto como buen augurio. Por eso, cuando
una estrella fugaz atravesó el segmento de cielo que estaba observando como una
bengala, pidió tres deseos. Uno de los deseos de Confucio, el que siempre
repetía, era llegar a muy viejo con buena vista.